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Mi amor en vano (Soledad Puértolas)

A Polo

1

La primera vez que Violeta se detuvo en medio de las escaleras, yo subía y ella bajaba. Se apartó un momento para dejarme pasar, siguió con los ojos los movimientos de mis muletas, como asegurándose de que no me iba a caer, y finalmente me dijo que vivía en el quinto izquierda. No le gustaba tener que esperar a que el ascensor llegara hasta su piso, siempre había alguien que se lo quitaba en el camino y eso la ponía nerviosa, así que se lanzaba escaleras abajo al menor inconveniente. Violeta me dio esas informaciones y siguió hacia abajo.

Cada vez que coincidía con ella por las escaleras, se detenía un momento y me contaba algo. Cosas de su familia, como si yo le hubiera pedido que lo hiciera o como si creyera que, en mi condición de nuevo vecino de la casa, yo tuviera necesidad de recabar datos sobre los otros, los vecinos de siempre y todos los que habían llegado antes que yo.

¿Será así, después de todo?, me pregunté más tarde, ¿habré venido a caer en este edificio de viviendas que he escogido medio a boleo –aunque reunía las cualidades que necesitaba–, entre los pisos que mi padre me había ofrecido, para conocer a estas personas que de otro modo jamás hubiera conocido? Porque aunque mi tendencia a buscarle sentido a todas las cosas, aun a las más insignificantes, parecía haberse quebrado después del accidente, todavía aleteaba en el fondo de mi ser el deseo de unidad, de conexión.

Violeta no sólo fue la primera persona de la vecindad con quien crucé unas palabras, sino que no tardamos en hacernos amigos. Me asombró la velocidad con la que se instaló entre nosotros esa confianza que tantas veces había buscado en vano en mis viejos amigos. Pero enseguida me di cuenta de que se trataba de un caso raro, de una excepción. Una mañana entré en El Mercurio, el bar del barrio, para tomar un café y la vi, apoyada en la barra y absorta en la lectura del periódico. Aunque durante un segundo dudé si le parecería bien que me sentara a su lado, decidí acercarme. Algo me decía que, de lo contrario, saldría perdiendo. Dentro de la naturalidad con la que ella, desde el primer momento, me había tratado, se presentía la existencia de un raro don. En ese instante, Violeta desvió los ojos del periódico y me saludó, en absoluto extrañada de verme.

Hasta mi llegada, no tenía amigos en el edificio, me confesó algo más tarde, en otro de los encuentros casuales de El Mercurio, que poco a poco se hicieron rutinarios, como si fueran premeditados. Nunca del todo. Simplemente nos despedíamos con un «Hasta mañana» que dejaba en el aire la promesa de una cita.

La conversación de Violeta solía referirse a sus propios asuntos, el trabajo que tenía entre manos, sus múltiples proyectos o la historia de su familia. Hacía arreglos de ropa, y siempre andaba cargada de las bolsas de los encargos que se traía de la tienda para la que trabajaba y que, en opinión de su madre, dijo, eran casi una excentricidad, porque le pagaban poquísimo, pero ella alegaba que le gustaba coser y que tenía muchas ideas al respecto y que, además, se llevaba muy bien con la dueña. También hacía collares, pulseras y pendientes, y siempre andaba pensado en cómo venderlos, estaba considerando abrir su propia tienda en Internet, no sólo para vender bisutería sino incluso ropa de su creación. Entre la descripción de esas ocupaciones y el relato errático y lógicamente fragmentado de la vida de sus padres, que aún eran jóvenes –eso le dije yo–, a Violeta nunca le faltaba conversación. El pasado de los padres fascinaba a la hija. Habían sido luchadores antifranquistas, decía con orgullo, ácratas. Verdaderos ácratas, subrayaba. Nada de partidos, nada que ver con eso. Iban por su cuenta.

Aunque pareciera mentira, yo no me cansaba de escucharla. Me interesaba algo más la vida de sus padres que sus ideas sobre la ropa que tuneaba, o sobre los collares que hacía y deshacía, pero, por encima de todo, lo que me gustaba era estar sentado a la barra de El Mercurio al lado de Violeta, bebiendo cerveza o cocacola, y echar de vez en cuando una ojeada al resto de la clientela, sentirme parte de ella. Mientras Violeta hablaba, yo sentía nacer en mi interior un casi incontenible deseo de hablarle de mí mismo. Pero tenía la impresión de que el interés que la vida de sus padres despertaba en Violeta se correspondía con una total indiferencia hacia las demás personas. Al resto del mundo nos miraba sin vernos del todo, aunque hubiera un fondo de piedad en sus ojos, que prefería darnos sin más ni más, sin que le pidiéramos nada.

Eso no significaba que no fuese selectiva, que tratara a todo el mundo por igual. Observé que había vecinos a quienes no saludaba, seguramente porque no los veía o había decidido no verlos, a otros les dirigía un saludo fugaz, con otros, como conmigo, siempre se detenía a hablar un momento. Pareciera que su comportamiento respondiese a un sistema, a una clasificación, y sentí un íntimo regocijo al comprobar que los vecinos a quienes ni siquiera saludaba, a quienes en realidad ni miraba, eran precisamente los que me resultaban más antipáticos, aunque no me hubieran dado motivos para ese rechazo.

Me gustaba entrar en El Mercurio y ver a Violeta sentada a la barra. Enseguida me di cuenta de que, mientras ella bebía lentamente su café, sumergida en una absorbente lectura del periódico, el padre de Violeta, a quien llamaban el Piloto, solía andar por allí. Pero Violeta nunca se sentaba con él. El Piloto, que era periodista deportivo, tenía su propio grupo de amigos. Padre e hija se saludaban de lejos, y, podría decirse, hasta con manifiesta indiferencia, que bien podía ser intencionada, para mantener cada uno, dentro del territorio del bar, su propio espacio. En El Mercurio, Violeta saludaba con más convicción, pero tampoco allí había hecho amigos, me dijo. Iba para leer el periódico sentada a la barra, y cruzar dos frases con el camarero, que le caía bien. Así la solía encontrar yo, enfrascada en la lectura de las cartas al director, la sección que le interesaba más que ninguna y que leía de cabo a rabo.

Se me ocurrió que Violeta iba a El Mercurio para asegurarse de que su padre estaba allí. Puede que todos lo pensáramos. Un día, algo después, ella misma me lo confirmó. Había sido un gran periodista, me dijo, periodista deportivo, especificó. Todavía lo era, pero había fumado y bebido demasiado. Ya no fumaba –el médico había conseguido asustarle–, pero el alcohol no lo podía dejar. Sí, ella había asumido la tarea de vigilar a su padre, y no le importaba que él se diera cuenta. Era, en el fondo, lo que quería. Que su padre supiera que ella le vigilaba. Que no se habían desentendido de él y que sabían –ella y su madre, puesto que lo que Violeta sabía era inmediatamente conocido por su madre– dónde se encontraba y qué hacía: en El Mercurio, jugando al póquer y bebiendo coñac. Así eran como concluían las tertulias del Piloto. No era lo mejor que podía hacerse en el mundo, pero tampoco era lo peor.

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Editorial Anagrama
Título: Mi amor en vano
Autor: Soledad Puértolas
Colección: Narrativas hispánicas
ISBN: 978-84-339-9751-7
PVP sin IVA: 16.25 €
PVP con IVA: 19.90 €
Nº de páginas: 232
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